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Servid cien veces, negaos una, y nadie se acordará más que de vuestra negativa. PLINIO EL JOVEN

Simbolismo del emblema de la ciudad de Torredonjimeno

Domingo, 06 de Junio de 1999

El Abandono de la simbólica por la semiótica es síntoma de "civilización", en el sentido en que lo que es el abandono de lo natural por lo artificial, de lo vital por lo mecánico. Aunque no exista absoluta solución de continuidad." (Juan Eduardo Cirlot, "Del no mundo")

Se puede constatar en nuestros días una pérdida de increíbles consecuencias en lo que concierne a la interpretación de los símbolos. La falta de este saber ha lesionado la intelección del mundo en su vasta riqueza de sentidos, sentidos que inmersos en cada uno de los símbolos que por el mundo no podemos encontrar, en el arte, en la religión, en la vida misma, podría ser acervo que dotara al hombre de la capacidad de entender el lenguaje de la vida, el lenguaje de los sueños, el lenguaje de una cultura viva, en clara oposición a la cultura inorgánica de los escribas y técnicos contemporáneos. El veredicto de Cirlot en ese aforismo que encabeza nuestro presente trabajo parece inapelable, pero es nuestra intención, desde aquí, reivindicar ese saber leer de los símbolos. Pues entender el mundo como "un objeto simbólico", que dijera el latino Salustio, podría suponer un retorno a un mundo más humano, más natural, más vital, a una cultura en contraposición a la "anticultura" que prevalece, entendida como reino de lo artificial, de lo mecánico, del signo convencional y aséptico, agotado en sí mismo.

Desempeñar el sentido profundo de un símbolo es un arte hermenéutico, y cada vez más se convierte en un arte hermético; el intérprete de los símbolos pertenece a esa raza de hombres que por dedicarse a cosas que nadie aprecia, cosas que se están perdiendo, pasa a ser una especie de bicho raro esotérico. La ciencia, el ídolo hegemónico de nuestros tiempos, y en especial, un tipo de ciencia que se ha alzado con el título de tal, negándoselo a las "ciencias" tradicionales, premodernas ha rechazado los símbolos por entender que tras ellos no se podía rastrear nada que mereciera la pena, nada útil, siguiendo en muchas ocasiones que una interpretación de los símbolos no dejaba de ser una superstición. Tuvieron que venir René Guénon, Julius Evola, Carl Gustav Jung, Mircea Eliade, Juan Eduardo Cirlot, en España, y muchos más estudiosos que se han preocupado por rescatar un saber antiguo basado en la correspondencia de la representación de los símbolos con un sentido arquetípico, para lograr conservar una mínima parte de esa ciencia sagrada.

Emprender la lectura simbólica del emblema de nuestra ciudad no puede descartar la realidad histórica, a la que va unida la formación de los blasones que distinguen la antigua Villa de Torredonjimeno. Ha sido mostrado suficientemente, merced al estudio de eruditos locales, que la fecha en que se adopta el nombre actual y oficial de nuestra ciudad se pude establecer tras la reconquista del Rey Santo Fernando III de Castilla, cuando tomó las tierras de Jaén, cediendo buena parte de las mismas a la Orden Religiosa y Militar de Calatrava, y tocándole en suerte lo que seríe un villorrio llamado Ossaria, a Don Ximeno de Raya, uno de los trescientos infanzones que acompañaban al Rey en su pugnaces mesnadas, y uno de los pocos que podía adelantar a su nombre el Don (de Dominus en latín Señor -tan raro entre la misma hidalguía), en lo que indicara la calidad y categoría del esforzado guerrero que pasaría a regir el castillo y población de nuestro pueblo. Quiere la tradición oral que hemos heredado de nuestros mayores hacer a este Don Jimeno de Raya un noble y excelente alcaide que llegaría a adquirir tal fama entre sus paisanos, por su buen gobierno, que le haría merecedor de nombrar con su mismo nombre de pila la población recién reconquistada por los descendientes de los godos expulsados tras la invasión del Islam. Es así como se ha interpretado el nombre de nuestra ciudad Torre (de) Don Jimeno (de Raya), y no vamos a entrar en la autenticidad de estas leyendas, tampoco es nuestra intención de estas leyendas, tampoco es nuestra intención precisar rigurosamente las circunstancias históricas y los acontecimientos de ese pasado medieval, cosa que compete a personas más duchas en materia histórica.

Decíamos que no podíamos descartar las razones históricas que conducen a la adopción del nombre que actualmente reza por oficial para indicar la localidad que a lo largo de los siglos, y por generaciones, ha sido la morada de aquellos jiennenses, andaluces y españoles, que entre sus comarcanos son llamados, desde tiempo inmemorial "tosirianos". Otra cuestión sería fijar de una vez por todas la procedencia verosimil del antiguo nombre por el que nos apelan nuestros vecinos comarcanos, el de tosirinos, de Toxiria, con "s" y no con "x", como ha querido cierto fetichismo de la letra que ha impuesto su capricho iletrado de denominar "Toxiria" a "Tosiria". Lo que aquí queremos indagar es la simbólica de la heráldica que exhibe nuestro pueblo, y una vez aceptadas las condiciones históricas, sean en rigor estas las que sean, es hora de que comencemos la lectura simbólica del objeto en cuestión. Emprender una labor tal viene avalada por las tesis de importantes autoridades en la materia heráldica y simbólica como Cadet de Gassicourt, el Barón de Roure de Paulin, P.V. Piobb que defienden la existencia, tras el sentido literal y la anécdota histórica del origen del escudo de una ciudad, de un sentido simbólico a desempeñar. El mismo Gérard en Sede, en "Les Templiers sont parmi nous" (París, 1962) explicó el escudo de la ciudad de París conforme a criterios semejantes.

Nuestro escudo, el de Torredonjimeno, viene enmarcado en un óvalo en campo de oro, lo cual hace suponer que fuese antaño un clípeo, cuya función es la de heroizar las armas heráldicas que porta. El actual óvalo es un disco en las representaciones más antiguas a las que podemos recurrir, en los edificios arquitectónicos de nuestra ciudad, como es el caso de la Fuente de Martingordo, en la que vemos el escudo de la entonces villa enmarcado en un disco.

Nuestro escudo se compone de un castillo por cuya ventana superior asoma una figura humana, presuntamente la efigie de Don Jimeno de Raya, barbado como corresponde imaginar de un caballero de su época, y coronado en algunas representaciones. La torre, que alude al mismo nombre del pueblo, y que no viene a significar sino "Castillo", se ve sobrepuesta en el centro mismo de lo que es la Cruz emblemática de los Caballeros de Calatrava, señores de la encomienda de Martos en la que estaba ubicado el asentamiento de nuestros antepasados. Los eslabones que hay al pie del escudo no son, como sugería don Juan Montijano, el símbolo de la emancipación con respecto a Martos, lograda en el siglo XVI, mediante pago del privilegio de la Villa por sus vecinos para sacudirse el yugo jurídico y administrativo de la ciudad vecina, que todavía arrastramos aunque de forma mitigada, los descendientes de aquellos hombres libre que jamás quisieron estar subordinados a la vecina ciudad de Martos. Los eslabones servían para distinguir la Cruz de Calatrava de la análoga Cruz de otra orden, la de Alcántara, tan sólo distinguibles entre sí por el color, roja la primera, verde la segunda, y que para su representación plástica, cuando iba exenta de policromía, se colocaba para hacer patente, si procedía y era el caso, la filiación a la Orden de Calatrava, y no a la de Alcántara.

El Torreón es lo más relevante para una lectura simbólica de los blasones locales. Según el prestigioso y rico "Diccionario de símbolos", del poeta y simbólico barcelonés, más arriba aludido, Juan Eduardo Cirlot, en la entrada "Torre", dice que ésta " ... corresponde al simbolismo ascensional primordialmente (las torres) tenían un significado de escala entre la tierra y el cielo". En un primer momento, pues, al afrontar el simbolismo de la torre representada en nuestro emblema local, nos hallamos con un sentido muy preciso. La torre representa en la simbología las ansias del hombre por elevarse por cima de su más limitadas circunstancias, y la torre es símbolo de la comunicación que se establece entre la tierra (lo inmanente, lo material) y el cielo (lo trascendente, lo espiritual). Pero en una segunda acepción simbólica, y en consonancia con el origen anecdótico de la misma en nuestro caso, la torre, "por su aspecto cerrado, murado, es emblemático de la Virgen", nos dice Cirlot en su diccionario, lo que añade al sentido de ascensión, un sentido de invulnerabilidad sin mácula además de virginidad, sentidos relacionados con la función defensiva. También alude el símbolo de la torre a todo aquello que, además de ascender hacia arriba, como hemos indicado, tiene sus basamentos arraigados en lo más profundo del suelo. Por su verticalidad la torre se emparienta simbólicamente con el hombre, criatura que alcanzó la verticalidad, y que en sí es a la vez barro (materia, naturaleza) hecho "a imagen y semejanza de Dios". (con algo en él que lo hace digno del cielo), estando relacionadas las ventanas de la torre con la parte superior del hombre, a lo largo de la historia identificada con la conciencia, con los ojos, en tanto que estos están abiertos al horizonte de la vida, a otear los enigmas del mundo y gozar la belleza del mismo. Evidentemente, por estar insertos en la cultura grecolatina hay que decir que por este sentido anexo que apuntamos somos tributarios del enorme protagonismo que tienen los ojos, "la visión" en nuestro mundo, marcando la diferencia que, por ejemplo, existe en otras culturas, como la semita, en las que el sentido privilegiado radica más que en la visión, en el oído.

Como en el caso del emblema local que estamos tratando, la ventana por la que asoma la figura humana de Don Jimeno de Raya, tiene también un sentido muy preciso. Al hallarse en la parte media de la torre reproducida, correspondiente más o menos al corazón, podríamos entender que se expresa así las razones, más por simpatía que por análisis desapasionado, que condujeron a la adopción del nombre de don Jimeno, y simultáneamente, la humanidad, ya que corresponde, como hemos dicho, al centro, al corazón que de la verticalidad de la torre hemos dicho se infiere. Las puertas abiertas del Castillo representado nos hablan también de una receptividad, apertura hospitalaria al forastero mientras venga en son de paz, paz que vigila el fundador de Torredonjimeno, desde su privilegiada ventana, desde la que se asoma para hacerse visible y desde la que guarda la entrada del fuerte castillo.

Tenemos así un escudo cuyas armas no hablan de una ciudad que tiene por origen, y patrimonio, el ser una fortaleza heroica que resistió los embates del moro de Granada con tal bizarría como la que mostrara el alcaide don Diego Fernández de Martos, que según la tradición, tan heroicamente atendió a la defensa de Torredonjimeno, en 1471. Un pueblo que preservado tras sus fuertes murallas fue bastión sobre el que rompían las hordas infieles, vinculado tan estrechamente a la Orden de Calatrava, y refundado por un noble infanzón, probablemente de origen aragonés, cuya nombradía le erigió en nuevo fundador que apadrinaría con su nombre la antigua Tosiria; en el escudo, pues, se exhiben símbolos que nos remiten al pasado heroico y el origen castrense de esta población, así como a lo que podemos llamar su leyenda fundadora, en la persona del alcaide Don Jimeno de raya, que le da nombre para los tiempos históricos eclipsando así el origen mítico de lo que todos coinciden en llamar Tosiria, también está presente la filiación a la orden de Calatrava.

El análisis simbólico que acabamos de realizar no quiere decir otra cosa que manifestar, mediante su mismo ejercicio, la urgencia que tenemos en la actualidad de volver a una ciencia, la simbólica, que por no haberse podido asimilar a los parámetros tenidos por "científicos" desde la inauguración de la modernidad, ha quedado soslayada, privando al hombre de poder leer, interpretar, los símbolos que le rodean, y con ello, confiscándole una gran parte de elementos con los que poder hacer su vida más rica en contenido de los que ésta puede ser una vez desheredado de ese saber tradicional; arrojado, como lo está es nuestros días, al más denigrante nihilismo que repugna de todo sentido.

Texto de Manuel Fernández y Luis Gómez